16 de Febrero de 2007
M, la mamá de Emilia, hace mucho tiempo que no se mira al espejo.
Cuando llega la noche, con una sonrisa cierra los ojos, abraza la almohada y recuerda cada momento del día satisfecha. Pero en sus pensamientos, no se puede ver. No puede hacer memoria de su cara, de su peinado, de si estaba rozagante o pálida, si lucía fresca o fatigada. Entonces abre los ojos y le pregunta a L (el padre de Emilia): ¿Cómo me veía hoy? Y L contesta entre sueños: guapísima como siempre.
Lo cierto es que M hace mucho tiempo que no se mira en el espejo porque Emilia tiene su mirada cautiva. Tampoco se concentra en la computadora mientras trabaja, pues de reojo persigue a Emilia que juega en el suelo de panza y como un reptil va en busca de lo desconocido, o recorre cada rincón de la oficina en su andadera (cómo le enseñó el abuelo), abriendo cajones, jalando cables y arriesgando su cabeza al pasar por debajo de las mesas que tienen unas molduras muy elegantes pero peligrosas. M ya no ve al cielo, ni al mar, porque observa pestañear a Emilia cuando el viento acaricia su cara o el sol la deslumbra; la ve encoger los dedos de los pies para no sentir la arena o tocar con precaución el pasto con su manita. M ya no se mira al espejo porque a un lado de su reflejo hay uno mucho más hermoso, una niña sonriente que dialoga con esa reverberación que le enseña las encías, frunce la nariz y guiña los ojos.
No comments:
Post a Comment